Cerca de las costas de San Pedro de Macorís, en una zona de aguas profundas y oscuras que los pescadores llamaban "El Abismo", se contaba una historia que nadie se atrevía a repetir en voz alta. Decían que allí habitaba una bruja marina, conocida como “La Dama del Mar”, una entidad poderosa que ofrecía riquezas incalculables a aquellos dispuestos a pagar con sus almas.
La leyenda había perdurado por generaciones, pero pocos se atrevían a comprobar su veracidad. Sin embargo, una noche, un joven pescador llamado Sebastián y su hermano menor, Tomás, fueron arrastrados por una tormenta y terminaron muy cerca del Abismo. La tempestad les había destrozado el barco, y, aunque lograron regresar a tierra, Tomás quedó obsesionado con la idea de conseguir las riquezas prometidas por la Bruja del Mar.
Una noche, sin advertir a Sebastián, Tomás zarpó solo, decidido a encontrar a la bruja y reclamar su fortuna. Al amanecer, cuando Sebastián descubrió que su hermano no estaba, se llenó de miedo. Sin pensarlo dos veces, tomó una pequeña barca y remó hasta el Abismo, siguiendo las corrientes y los ecos de la tormenta que parecía haberse despertado nuevamente.
Al llegar al corazón del Abismo, el mar se calmó de forma antinatural. Entonces, de las profundidades surgió una figura cubierta de algas y corales, con un rostro pálido y ojos oscuros como el fondo del océano. Era la Dama del Mar. A su lado, flotando en un trance, estaba Tomás.
“¿Qué buscas aquí, mortal?” dijo la bruja con una voz que sonaba como el crujir de conchas en la arena.
“Vengo por mi hermano. No permitiré que tomes su alma,” respondió Sebastián, con el corazón en la garganta pero decidido a salvar a Tomás.
La bruja esbozó una sonrisa y dijo: “Tu hermano vino a mí por su propia voluntad. Quería riquezas, y yo se las concedí. Pero todo tiene un precio. Si deseas liberarlo, deberás darme algo a cambio.”
Sebastián no tenía nada de valor en su humilde vida como pescador, pero la Dama del Mar le ofreció un trato perverso: él podría salvar a Tomás si se ofrecía a sí mismo en su lugar. Sin embargo, si lograba vencerla en una prueba, ambos podrían regresar a casa libres.
La prueba consistía en atrapar una perla negra, escondida entre las rocas más profundas del Abismo, mientras las sirenas de la bruja intentaban distraerlo y guiarlo a las sombras eternas del océano. Sin dudarlo, Sebastián aceptó el desafío y se lanzó al agua, nadando hacia las profundidades heladas donde todo era oscuridad.
Mientras descendía, sintió cómo las sirenas lo rodeaban, sus voces dulces y tentadoras llenaban su mente con visiones de riquezas y gloria. Pero Sebastián, recordando la sonrisa de su hermano y su hogar junto al mar, logró resistir las tentaciones y continuó descendiendo, guiado solo por su determinación. Finalmente, alcanzó una cueva oscura y húmeda en el fondo del Abismo, donde, oculta entre las rocas, encontró la perla negra.
Agotado, subió a la superficie, donde la bruja lo esperaba. Al ver la perla negra en sus manos, la Dama del Mar lanzó un grito de furia, y las aguas alrededor comenzaron a agitarse violentamente. Pero el pacto era irrompible. Sebastián había ganado, y la bruja, obligada a respetar su palabra, liberó a Tomás de su hechizo.
Sebastián y Tomás regresaron a tierra, más unidos que nunca y conscientes del peligro de la avaricia. La historia de su encuentro con la Dama del Mar se convirtió en una advertencia para los pescadores de San Pedro, recordándoles que el mar guarda secretos profundos y que las verdaderas riquezas no se encuentran en la oscuridad, sino en la familia y la lealtad.
Desde ese día, ningún pescador se aventuró cerca del Abismo durante las noches de luna llena, cuando las aguas parecían murmurar el nombre de Sebastián en un lamento eterno de la bruja, quien aún añora las almas que escaparon de sus manos.