En el corazón de un bosque remoto, donde los rayos del sol apenas atravesaban las densas copas de los árboles, se erguía "El Sabio". Era un árbol majestuoso, con un tronco ancho y rugoso que contaba siglos de historias grabadas en su corteza. Sus ramas se extendían hacia el cielo como brazos protectores, y sus hojas susurraban al viento en un idioma antiguo que solo los animales y la naturaleza entendían.
El Sabio no era un árbol cualquiera; se decía que guardaba los secretos de la tierra y conocía los tiempos en los que los humanos vivían en armonía con el bosque. Todas las noches, los animales se reunían a su alrededor para escuchar sus relatos: el murmullo de un río desaparecido, la historia de un ciervo que salvó una aldea, o cómo las estrellas solían reflejarse en un lago ahora seco.
Una tarde gris, mientras el cielo anunciaba lluvia, un niño llamado Mateo apareció en el bosque. Había escapado de un campamento cercano tras discutir con su grupo. Se sentía perdido y, en su desespero, encontró refugio bajo las amplias ramas del árbol viejo. Exhausto, se recostó sobre sus raíces y, sin darse cuenta, comenzó a escuchar el susurro del árbol.
—¿Quién eres? —preguntó una voz grave, pero suave, que parecía emanar del viento.
Mateo abrió los ojos sorprendido, mirando a su alrededor.
—Soy... Mateo. Estoy perdido.
El Sabio dejó escapar un crujido profundo, como si estuviera reflexionando.
—Perdido, como muchos otros. Pero dime, ¿qué te trajo hasta aquí?
Mateo, aún asustado, explicó cómo su grupo había arrojado basura al bosque, cómo habían cortado ramas de árboles para hacer fogatas y cómo, al verlo, él se sintió culpable.
—Ellos no entienden —murmuró Mateo—. Solo piensan en lo que necesitan ahora, no en lo que le pasa al bosque.
El Sabio dejó caer una hoja que aterrizó suavemente en las manos de Mateo.
—Escucha, pequeño. Este bosque no solo es mío, es de todos: de los animales, de los ríos, de las aves... y también de los humanos. Cada vez que se daña un árbol, se rompe un vínculo que conecta nuestras vidas. El bosque es un maestro, pero pocos están dispuestos a aprender de él.
Mateo permaneció en silencio, sintiendo cómo las palabras del árbol le calaban en el corazón. Los animales comenzaron a acercarse: un zorro curioso, un búho que lo miraba con sabiduría, y un grupo de ardillas que se trepaban por las ramas del Sabio.
—Mira a tu alrededor, Mateo —continuó el árbol—. Todo está conectado. Cuando los humanos dañan la tierra, se dañan a sí mismos. ¿Quieres saber cómo protegernos?
Mateo asintió con fuerza.
El árbol comenzó a contarle historias: cómo los antiguos respetaban cada árbol que cortaban, cómo usaban solo lo necesario y plantaban dos por cada uno que tomaban. Le habló de los animales que dependían del bosque, de cómo las raíces de los árboles sostenían la tierra y evitaban que los ríos se secaran.
Al amanecer, Mateo despertó sintiéndose renovado. El Sabio seguía ahí, majestuoso, y los animales lo observaban como si confiaran en él. Antes de regresar al campamento, Mateo prometió al árbol que haría todo lo posible para cuidar del bosque.
Y cumplió su promesa. De vuelta en casa, organizó actividades para limpiar áreas verdes, reforestar zonas dañadas y educar a otros niños sobre la importancia de la naturaleza. Mateo se convirtió en un defensor del bosque, y aunque nunca volvió a escuchar al Sabio, sabía que sus raíces estaban orgullosas de él.
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