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miércoles, 20 de noviembre de 2024

La Casa del Rio.


 En el corazón de San Pedro de Macorís, junto al majestuoso río Higuamo, se erguía una extraña casa, tan peculiar que los habitantes del pueblo siempre la miraban con asombro. Era una casita de madera, de paredes envejecidas y un techo de zinc que había soportado las inclemencias del tiempo durante décadas. Lo sorprendente no era su aspecto, sino su ubicación: la casa estaba construida en medio del río, flotando a pocos metros de la orilla, justo frente al imponente Edificio Fermoselle.

La gente del pueblo solía contar historias sobre esa casa. Algunos decían que, en tiempos antiguos, era un refugio para los pescadores que llegaban desde lejos para vender sus productos. Otros aseguraban que fue un lugar donde vivió una familia que había desaparecido misteriosamente, dejando solo el eco de sus voces flotando sobre el agua. Pero lo cierto es que nadie sabía a ciencia cierta quién vivía allí, ni cómo la casa había llegado a estar en ese lugar tan inusual.

Un día, un joven llamado Julio, que había crecido cerca del río, decidió que iba a desvelar el misterio. Durante años había escuchado las historias de sus abuelos sobre la casa flotante, pero nunca se había atrevido a acercarse. El edificio Fermoselle, con su imponente arquitectura, siempre dominaba la vista, pero la casa en el agua parecía ser un remanente del pasado, como si el tiempo hubiera dejado su huella solo allí.

Una tarde, mientras el sol comenzaba a ponerse y bañaba de dorado el agua del río, Julio se armó de valor y se subió a su bote de remos. Navegó por el río, disfrutando del suave murmullo del agua y del canto lejano de las aves. Al acercarse a la casa, la vio más de cerca. Las ventanas estaban empañadas y la puerta de madera crujía al compás del viento. La curiosidad lo invadió, y sin pensarlo dos veces, atracó su bote junto a la pequeña plataforma que conectaba la casa con el río.

Al bajar del bote, Julio caminó con cautela hacia la puerta, que, sorprendentemente, se abrió con un suave empuje. Dentro, la casa estaba en silencio absoluto, aunque aún parecía habitarla el aire fresco de quienes la habían habitado en el pasado. Las paredes estaban decoradas con antiguos recuerdos, fotos amarillentas de una familia que, al parecer, había vivido allí mucho tiempo atrás. Había un gran espejo en una de las paredes, cuyas esquinas estaban cubiertas de polvo. Lo más extraño de todo era que, a pesar de la evidencia de que la casa llevaba años vacía, había un olor a café recién hecho que flotaba en el aire.

De repente, una figura apareció desde la oscuridad de una habitación trasera. Era una anciana de cabellos plateados y ojos brillantes, que miró a Julio con una sonrisa cálida, como si lo estuviera esperando.

“¿Qué buscas aquí, muchacho?”, le preguntó, con una voz suave pero firme.

Julio, sin poder ocultar su sorpresa, le explicó que había oído muchas historias sobre la casa y que había decidido investigar por sí mismo. La anciana asintió lentamente, como si todo aquello le resultara familiar.

“Esta casa”, dijo ella, “es un lugar donde los recuerdos no se desvanecen. Ha sido testigo de muchas historias de amor, pérdidas y regresos. Hace muchos años, mi familia vivió aquí, pero con el tiempo nos mudamos al pueblo. Desde entonces, la casa ha quedado en espera, aguardando a alguien que entienda su propósito”.

Julio se quedó pensativo. La anciana le habló entonces de cómo el río había cambiado con el paso de los años y cómo, con el tiempo, la casa se había convertido en una especie de guardiana de recuerdos olvidados. Le contó que el Edificio Fermoselle, con su imponente estructura, era un símbolo de la modernidad, mientras que la casa flotante representaba la historia y el alma del pueblo, algo que no debía olvidarse.

“Este lugar”, dijo la anciana, “es un recordatorio de cómo todo se conecta. El río, el pueblo, las personas. Aunque la modernidad cambie las formas, el alma de lo que fuimos sigue aquí. Solo necesitas mirar con el corazón para verlo”.

Antes de que Julio pudiera responder, la anciana desapareció en el fondo de la casa, como si nunca hubiera estado allí. Al mirar a su alrededor, Julio notó que la casa ya no parecía estar flotando sobre el agua, sino que ahora se encontraba fija en la orilla, como si el río hubiera decidido abrazarla.

Con el corazón lleno de nuevas respuestas, Julio regresó al pueblo, sabiendo que había descubierto algo mucho más grande que la casa misma. El Edificio Fermoselle podría dominar el horizonte, pero la casa dentro del río Higuamo frente a él guardaba algo más profundo: la conexión eterna entre el pasado y el presente, entre las historias que nunca se olvidan y las que están por contarse. Y desde ese día, Julio nunca dejó de visitar la casa, sabiendo que allí se encontraba una parte del alma de San Pedro de Macorís.

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