Era la víspera de la fiesta de la patronales de San Pedro de Macorís, y la ciudad se encontraba llena de emoción. Los preparativos para la gran celebración habían comenzado días antes, con calles decoradas con banderas, luces de colores y música que resonaba desde los parques. Sin embargo, lo que más esperaba la gente era el espectáculo de fuegos artificiales que iluminaría el cielo esa noche.
Don Ruperto, un hombre de avanzada edad y gran prestigio en el pueblo, era el encargado de organizar los fuegos artificiales desde hacía muchos años. Había recorrido muchas ciudades en su juventud, pero siempre volvía a San Pedro, donde había comenzado su negocio de pirotecnia. Con años de experiencia, sabía cómo hacer que el cielo brillara como nunca, y este año había prometido ofrecer el espectáculo más grandioso de todos.
El día del evento, Don Ruperto se despertó temprano para revisar los fuegos que había preparado. Los había almacenado en su almacén, una vieja construcción en la periferia de la ciudad. En su mente, todo estaba en orden: las bombas de colores, las chispas doradas, y las fuentes brillantes que harían del cielo un lienzo espectacular. A medida que pasaba la mañana, el pueblo se llenaba de alegría. Los niños corrían por las calles, y los adultos se alistaban para el gran festejo.
Pero cuando Don Ruperto llegó al almacén, algo lo paralizó: las puertas estaban abiertas de par en par. Corrió hacia dentro, con el corazón acelerado. Los estantes estaban vacíos. ¡Los fuegos artificiales habían desaparecido! Su mente no podía comprender lo que veía. ¿Quién podría haber robado los fuegos artificiales? ¿Cómo era posible que algo tan importante desapareciera tan rápidamente?
Desesperado, Don Ruperto fue al cuartel de policía a denunciar el robo. El jefe de policía, Don Manuel, lo escuchó atentamente y decidió poner manos a la obra. La noticia del robo corrió como reguero de pólvora por todo el pueblo, y muchos comenzaron a especular sobre quién podría haber sido el ladrón.
Mientras tanto, tres amigos del pueblo —Antonio, Ramón y Juan—, quienes habían estado buscando una manera de destacar en la fiesta, decidieron investigar por su cuenta. Sabían que los fuegos artificiales eran el corazón de la celebración, y si lograban encontrarlos, serían los héroes del día.
En una tarde calurosa, Antonio se adentró en el barrio más alejado del pueblo, un lugar donde pocos solían ir. Allí, cerca de un viejo taller de carpintería, vio algo sospechoso: un pequeño camión con cajas amontonadas en su interior. Intrigado, se acercó con cautela y notó que en una de las cajas tenía un símbolo que le pareció familiar. ¡Era una caja con fuegos artificiales!
Sin pensarlo, corrió a contarle a Ramón y Juan, quienes no dudaron en seguirlo. Los tres llegaron al taller, donde un hombre extraño, conocido por ser algo problemático, llamado El Chacal, estaba descargando las cajas. El Chacal era conocido por sus negocios oscuros y su aversión hacia las celebraciones del pueblo. Nadie en San Pedro de Macorís confiaba en él.
"¡Esos son los fuegos de Don Ruperto!" exclamó Ramón, reconociendo las cajas.
Decididos a resolver el misterio, los tres amigos idearon un plan para recuperar los fuegos antes de que fuera demasiado tarde. Decidieron hablar con Don Manuel, el jefe de policía, y contarle lo que habían descubierto.
Al caer la noche, cuando el sol ya se ocultaba y el cielo comenzaba a teñirse de azul, el pueblo se preparaba para la fiesta. Los tres amigos, junto con Don Manuel, rodearon el taller de El Chacal en silencio. Con sigilo, lograron entrar al lugar y, sin que nadie se diera cuenta, comenzaron a cargar las cajas de fuegos artificiales en el camión de la policía.
En ese preciso momento, El Chacal apareció, furioso. Pero antes de que pudiera hacer algo, Don Manuel, con voz firme, le dijo: "Sabemos todo, El Chacal. Te hemos estado observando. Si intentas hacer algo más, tendrás que enfrentar las consecuencias."
El ladrón, derrotado y sin escapatoria, fue arrestado, y los fuegos fueron devueltos a su legítimo dueño. Don Ruperto, aunque triste por el robo, agradeció a los tres jóvenes por su valentía. "Este pueblo tiene un corazón fuerte", dijo, "y hoy lo hemos demostrado."
Esa noche, el cielo sobre San Pedro de Macorís se iluminó como nunca. Los fuegos artificiales estallaron en mil colores, y el pueblo entero celebró con alegría. Don Ruperto, con una sonrisa satisfecha, miró al horizonte. Sabía que, gracias al esfuerzo de los jóvenes, no solo los fuegos habían regresado, sino también la esperanza de que siempre, en los momentos de oscuridad, la luz del bien siempre prevalecerá.
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