En la ciudad de Santo Domingo, la leyenda del Río Ozama había perdurado a lo largo de los siglos. Se decía que el río, que cruzaba la ciudad desde su nacimiento en las montañas hasta su desembocadura en el mar Caribe, guardaba secretos de tiempos antiguos, historias de navegantes, piratas y dioses olvidados. Entre todos esos relatos, uno en particular siempre cautivó a las generaciones más jóvenes: la Canción del Río Ozama.
La leyenda hablaba de una melodía etérea, un canto flotante que solo aquellos con un corazón puro podían escuchar. Decían que la canción del río no era un simple sonido, sino una conexión entre el pasado y el futuro, un susurro del alma del río, que guardaba en sus aguas las voces de los que ya no estaban.
Martín, un joven curioso y soñador, había escuchado muchas veces la historia de la Canción del Río Ozama. Su abuelo, un hombre sabio que había vivido cerca del río durante toda su vida, le había contado historias sobre cómo, en noches especiales, el río cantaba de una manera que hacía que los árboles susurraran y las estrellas brillaran con más intensidad. Sin embargo, nadie en la familia había logrado escucharla, y con el paso de los años, la historia había caído en el olvido. Martín no podía aceptar que esa melodía mágica fuera solo un mito, y decidió buscarla.
Una cálida noche de verano, cuando el aire estaba impregnado de la fragancia de los jardines cercanos y la luna se reflejaba en las aguas del Ozama, Martín decidió aventurarse solo al río. Se despidió de su madre, quien le advirtió que no se alejara demasiado, pero su deseo era más fuerte que cualquier precaución.
Caminó durante horas, siguiendo la orilla del río mientras la ciudad dormía en silencio. El murmullo del agua lo acompañaba, y en su mente solo había una pregunta: ¿realmente existía la Canción del Río Ozama?
Finalmente, llegó a un lugar apartado, un recodo del río donde las aguas parecían más tranquilas, como si se tomaran un respiro en su eterno viaje. La luna iluminaba el agua de manera especial, creando un reflejo plateado que danzaba suavemente. En ese momento, algo extraño sucedió.
Martín cerró los ojos, casi como si sintiera una presencia en el aire. Un suave susurro comenzó a llenar el espacio, un sonido lejano que parecía venir de todas partes a la vez. Al principio pensó que era solo el viento, pero a medida que prestaba más atención, se dio cuenta de que no era viento lo que escuchaba, sino algo más, algo profundo y lleno de historia.
Era la Canción del Río Ozama.
Las notas eran suaves, pero cada una de ellas parecía contar una historia. Era como si el río le hablara directamente a su corazón, susurrándole secretos de tiempos antiguos, momentos de alegría y tristeza que habían ocurrido a lo largo de los siglos. Martín pudo escuchar ecos de voces lejanas: los navegantes que habían surcado sus aguas, los piratas que una vez escondieron sus tesoros en sus orillas, y los dioses antiguos que una vez habían visitado la isla.
La melodía le hablaba de una época lejana, cuando el río aún era joven y no había sido tocado por el hombre. Le hablaba de las lágrimas de los que se habían perdido en el río, de aquellos que habían amado y perdido, de aquellos que habían sido olvidados pero que, de alguna manera, nunca se habían ido.
Martín, sin poder resistir la emoción, se sentó en la orilla, dejando que la canción lo envolviera. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero cuando la música finalmente se desvaneció, como si el río hubiera tomado un respiro, Martín abrió los ojos y vio que el mundo a su alrededor parecía más brillante. El río ya no era solo agua fluyendo: era un ser vivo, un testigo de la historia, una presencia que conectaba el pasado y el presente en un solo canto.
Desde esa noche, Martín nunca dejó de visitar el río. Cada vez que se acercaba a sus orillas, podía escuchar, aunque de manera más tenue, el eco de la Canción del Río Ozama. Sabía que el río seguiría cantando, guardando sus secretos, pero que ahora, por fin, él también era parte de esa historia.
La Canción del Río Ozama había dejado una huella en su alma, una melodía que no solo le reveló los misterios del pasado, sino que lo conectó con algo mucho más grande que él mismo, algo eterno y profundo como el mismo río. Y así, la leyenda del Ozama siguió viva en el corazón de Martín, quien, con el tiempo, también se convirtió en guardián de su canción.
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