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lunes, 25 de noviembre de 2024

La Carrera del Pueblo

 

En un rincón remoto, rodeado de montañas verdes y senderos escarpados, se encontraba un pueblo donde cada año se celebraba La Gran Carrera del Pueblo. Esta competencia no ofrecía premios en dinero ni trofeos ostentosos; el galardón era una sencilla corona de laurel, símbolo del orgullo y del espíritu luchador de quien la portaba.

Entre los jóvenes del pueblo se encontraba Emilio, un niño de 12 años de complexión delgada y más bajo que sus compañeros. Su inseparable amigo era Max, un perro mestizo con patas largas y un entusiasmo desbordante. Emilio pasaba sus días recorriendo los caminos polvorientos junto a Max, soñando con participar algún día en la carrera.

—¿Tú? —se burlaban los otros niños—. ¡Con esas piernitas no llegarías ni a la mitad!

Emilio ignoraba las risas y los comentarios malintencionados. Sabía que no era el más fuerte ni el más rápido, pero había algo que nadie podía quitarle: su determinación.


Durante meses, Emilio y Max entrenaron juntos. Cada mañana antes de que el sol saliera, corrían por los senderos empinados, atravesaban arroyos y subían colinas. Max corría a su lado, animándolo con ladridos mientras Emilio, con cada paso, imaginaba cruzando la meta con la corona de laurel en sus manos.

El día de la carrera llegó. Todo el pueblo se reunió en la plaza principal, donde los participantes se alineaban al inicio del sendero. Los favoritos eran los hermanos Vargas, muchachos corpulentos y rápidos, conocidos por ganar año tras año. Emilio, con su camiseta remendada y sus zapatillas desgastadas, se colocó en la última fila.

—¿Seguro que no te perdiste buscando otra actividad, enano? —le dijo uno de los Vargas con una sonrisa burlona.

Emilio no respondió. En su mente, solo estaba el sonido de los pasos de Max y la voz de su abuelo, quien siempre le decía: “Las montañas no se suben con músculos, se suben con el corazón”.


Cuando se dio la señal de salida, todos salieron disparados como flechas. Emilio comenzó a un ritmo tranquilo, mientras otros corrían con fuerza cuesta abajo. Los espectadores apostados en la primera curva no tardaron en perderlo de vista, pero él no se preocupó. Sabía que la carrera era larga y que los primeros tramos eran solo el principio.

A medida que los kilómetros avanzaban, algunos corredores se iban agotando. Las cuestas empinadas y el calor implacable comenzaban a cobrar factura. Emilio, sin embargo, mantenía su ritmo constante. Recordaba los días de entrenamiento con Max, cuando la subida más difícil se convertía en su reto favorito.

En la última pendiente, el líder de la carrera, uno de los Vargas, se tambaleó y tuvo que detenerse. Emilio lo pasó con pasos firmes, escuchando los gritos de aliento de los niños y los adultos que observaban desde lejos.

—¡Vamos, Emilio! —se oyó la voz de su madre, emocionada.

Con el corazón latiendo como un tambor, Emilio llegó a la recta final. El pueblo entero lo esperaba con vítores y aplausos. Sus piernas temblaban, pero no dejó de correr hasta cruzar la meta. En ese momento, sintió que no solo había ganado una carrera, sino también el respeto y la admiración de todos.


Cuando le colocaron la corona de laurel, Emilio miró hacia la multitud. Max, con el hocico levantado, ladraba como si supiera que su amigo había cumplido su sueño.

Esa tarde, mientras el sol se ponía tras las montañas, Emilio caminó de regreso a casa con su corona y su perro. Los hermanos Vargas se acercaron, esta vez sin burlas.

—Eres impresionante, Emilio —admitieron—. Nos enseñaste que la fuerza no lo es todo.

Desde entonces, la historia de Emilio y su victoria se convirtió en una leyenda del pueblo. La gente ya no hablaba de músculos ni de velocidad, sino del corazón y la perseverancia que se necesitan para conquistar hasta las montañas más altas.

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