Hace muchos años, el bosque de Arrayanes era un lugar esplendoroso. Los habitantes del cercano pueblo de Las Cañadas solían pasear por sus senderos y recolectar sus frutos, pero una noche todo cambió. Los árboles comenzaron a crecer retorcidos, los arbustos se enredaban como serpientes y el aire se volvió tan denso que apenas se podía respirar. Nadie entendía la razón de tan terrible cambio, hasta que los más ancianos empezaron a recordar la leyenda de una bruja que, hacía siglos, había sido traicionada y condenada en ese mismo bosque.
Se decía que, en vida, la bruja Marialaura había sido una sanadora y consejera, alguien que protegía el bosque y a sus criaturas. Pero un día, un noble de la región, celoso de su influencia, la acusó de hechicería negra y la condenó a morir. Antes de que la ataran al árbol más viejo del bosque para quemarla, Marialaura lanzó un último y poderoso hechizo: “Si me priváis de mi vida, me volveré parte de este bosque, y seré su ira y su furia, y todos temerán lo que se oculta en las sombras de sus ramas.”
Años después, ese hechizo se mantenía vivo, pues nadie podía entrar en el bosque sin sentir un miedo profundo. Solo una persona en Las Cañadas era conocida por su valentía: una joven llamada Elvira, que había crecido explorando los rincones del pueblo y desentrañando sus secretos. Cuando escuchó la leyenda de Marialaura, su curiosidad la impulsó a investigar, y una noche de luna llena, decidió adentrarse en el bosque.
Elvira caminaba con cuidado, sintiendo cómo el bosque parecía vigilar cada uno de sus pasos. Las ramas de los árboles se mecían sin viento, y las flores emitían un aroma embriagador que la hacía sentir extrañamente aturdida. De pronto, notó algo extraño: los árboles parecían tener rostros humanos, como si estuvieran atrapados dentro de los troncos. Al acercarse, uno de ellos abrió los ojos, y en un susurro apenas audible le dijo: “Vete… o ella te atrapará.”
Aun así, Elvira siguió avanzando, cada vez más intrigada. Entonces, al llegar a un claro rodeado de espinos, escuchó una voz que parecía salir de todas partes y de ninguna a la vez. “¿Por qué has venido a mi bosque?” dijo la voz, fría y distante.
“Quiero saber la verdad sobre Marialaura, la bruja que dicen que vive aquí,” respondió Elvira con firmeza. “Si es real, quiero entender por qué busca venganza.”
La bruma del claro comenzó a tomar forma, y frente a ella apareció una figura espectral con largos cabellos oscuros y ojos como brasas. Era Marialaura. La bruja la observó por un momento antes de responder: “Fui traicionada por aquellos a quienes protegí. Mi venganza es la justicia que nadie quiso darme. Este bosque es mi dominio, y los árboles y plantas son los cuerpos de aquellos que me condenaron.”
Elvira miró a su alrededor y comprendió que cada árbol, cada planta y cada brizna de hierba eran en realidad antiguos habitantes que habían traicionado a Marialaura, transformados en vegetación como castigo eterno. La joven sintió una mezcla de miedo y compasión por la bruja.
“¿Y qué harías para que este bosque vuelva a ser como antes?” preguntó Marialaura, su voz teñida de melancolía.
Elvira pensó por un momento. “Creo que llevas siglos buscando justicia… pero quizás el odio ya no es la respuesta que te hará libre. Tal vez puedas encontrar paz dejando ir este dolor.”
La bruja la miró intensamente, y por primera vez en siglos, su expresión parecía menos dura, como si algo en las palabras de Elvira hubiera tocado un rincón olvidado de su alma.
“Si te atreves a liberarme, niña, este bosque volverá a ser como antes. Pero si fracasas, tú también serás parte de mi condena.”
Elvira aceptó el reto, y Marialaura le entregó un pequeño frasco con una mezcla de sus propias lágrimas y tierra del bosque. “Esparce esto en el árbol donde fui atada, y recita estas palabras…” Le susurró el conjuro al oído, y Elvira sintió un escalofrío al escuchar la antigua lengua mágica.
Temblorosa, la joven caminó hasta el árbol más grande del bosque. Derramó el contenido del frasco en sus raíces, y recitó las palabras que Marialaura le había enseñado. Al terminar, un gran viento recorrió el bosque, y el claro se llenó de una luz suave y cálida.
Marialaura se desvaneció en una niebla brillante, y poco a poco, los rostros en los árboles desaparecieron. Los troncos se enderezaron, las hojas se volvieron verdes y el bosque recuperó su esplendor. Al final, solo quedó un susurro en el aire: “Gracias, Elvira…”
Desde ese día, el bosque de Arrayanes volvió a ser un lugar acogedor. La gente del pueblo ya no temía adentrarse en él, y Elvira contaba orgullosa la historia de cómo había liberado el alma de una bruja que solo buscaba paz. La leyenda de Marialaura cambió para siempre, y cada vez que alguien camina entre los árboles de Arrayanes, siente la brisa suave, como un agradecimiento eterno de la bruja que, al fin, descansab
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