En un rincón del mundo donde los cielos nocturnos danzaban con millones de estrellas, vivía una colonia de luciérnagas que iluminaban los valles con su tenue y mágica luz. Entre ellas, había una pequeña luciérnaga llamada Lía, nacida en una noche oscura, cuando las estrellas parecían haberse escondido tras un manto de nubes. A diferencia de las demás, Lía tenía un problema: su luz nunca se encendía.
Las otras luciérnagas la miraban con lástima o, a veces, con burla.
—¿De qué sirve una luciérnaga sin luz? —se preguntaba una de sus compañeras.
Con el tiempo, la colonia comenzó a evitarla, dejándola sola en las noches de vuelo. Lía, aunque dolida, no se daba por vencida. Quería entender por qué era diferente y, sobre todo, encontrar su propósito. Así que, una noche, decidió dejar el valle y emprender un viaje más allá de las montañas.
En su travesía, Lía cruzó ríos caudalosos y praderas llenas de flores que brillaban con el rocío de la madrugada. Durante el día descansaba bajo hojas grandes, y por las noches volaba en busca de respuestas. Una noche particularmente oscura, se encontró con un búho de plumaje gris y ojos sabios, que descansaba en la rama de un roble.
—¿Por qué estás sola, pequeña luciérnaga? —preguntó el búho con voz pausada.
Lía, con tristeza, explicó su situación: cómo había nacido sin luz, cómo la habían rechazado y cómo buscaba entender su propósito en el mundo.
El búho la observó atentamente y, tras un momento de reflexión, dijo:
—No todas las luces se ven, Lía. A veces, las más importantes son las que guían a otros en la oscuridad sin necesidad de brillar.
Lía no entendió del todo las palabras del búho, pero sintió un extraño consuelo en su corazón. Decidió continuar su camino, llevando consigo la misteriosa lección.
Una noche, mientras volaba de regreso al valle, el cielo se cubrió de nubes negras y una tormenta feroz comenzó a rugir. Los relámpagos iluminaban brevemente el paisaje, y el viento era tan fuerte que las luciérnagas de su colonia, sorprendidas por la tormenta, se desorientaron. Algunas chocaban contra árboles, y otras eran arrastradas por las ráfagas.
Lía las encontró, aterrorizadas y perdidas, buscando refugio en medio de la oscuridad.
—¡No sabemos cómo regresar! —gritaron algunas—. Sin luz, no podemos encontrar el camino.
En ese momento, Lía recordó las palabras del búho. Aunque no brillaba como las demás, conocía el valle mejor que nadie. Usando su intuición y su memoria, empezó a volar despacio, guiando a sus compañeras por senderos seguros.
—Síganme —dijo con confianza—. Confíen en mí.
Una a una, las luciérnagas comenzaron a seguirla. Aunque no podían ver su luz, la voz firme de Lía y su conocimiento del terreno las llenaron de esperanza. Después de lo que parecieron horas, finalmente llegaron a un claro protegido donde todas pudieron descansar, a salvo de la tormenta.
Cuando la lluvia cesó y el cielo se despejó, las estrellas volvieron a brillar. Las luciérnagas, agradecidas, rodearon a Lía.
—Eres nuestra verdadera luz, Lía —dijo una de ellas—. No necesitas brillar para ser especial. Nos has salvado.
Lía sonrió por primera vez en mucho tiempo. Había comprendido que su propósito no dependía de ser como las demás, sino de ser quien era: una guía en la oscuridad.
Desde entonces, Lía se convirtió en la líder de su colonia, y las luciérnagas aprendieron que el valor no siempre reside en lo visible, sino en lo que uno lleva dentro.
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