La noche cubría el bosque con un manto de sombras. Solo la luna, fría y distante, iluminaba la espesura con su luz plateada. Entre los árboles, algo esperaba.
Inmóvil. Silencioso.
Los ojos de la bestia brillaban entre las ramas, fijos en su objetivo. El viento agitaba las hojas, pero su respiración era tan leve que se confundía con la brisa nocturna. Llevaba horas allí, oculta, paciente.
La presa avanzaba sin sospechar nada. Un cazador desprevenido, confiado, creyéndose el depredador cuando en realidad era la víctima.
Daba pasos lentos, inspeccionando el terreno. No veía los ojos que lo observaban, ni las garras afiladas enterradas en la tierra húmeda, listas para atacar en el momento preciso.
Un crujido en la maleza.
El cazador se detuvo. Su mano apretó la empuñadura del cuchillo. Miró a su alrededor con desconfianza. Sabía que no estaba solo.
—Sal de una vez —murmuró.
El silencio respondió.
Un destello en la oscuridad. Un rugido. Un salto veloz como un relámpago.
Pero esta vez, la presa no era quien parecía.
Con un movimiento ensayado, el hombre giró sobre sí mismo y, con un destello metálico, hundió su cuchillo en la carne oscura de la criatura. Un aullido desgarrador rasgó la noche. La bestia cayó al suelo, retorciéndose, con sus ojos brillantes ahora apagándose lentamente.
El cazador limpió la sangre de su cuchillo con calma.
—Te dije que salieras.
Se agachó junto al cuerpo inmóvil y, con un susurro casi amable, añadió:
—Yo también sé esperar.
La luna, impasible, siguió su curso en el cielo. En el bosque, la oscuridad devoró la escena, como si nada hubiera sucedido.
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