En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos cristalinos, vivía una niña llamada Sara. Desde que tenía memoria, su lugar favorito en el mundo era el jardín de su abuela, un rincón mágico lleno de flores de todos los colores, árboles frutales y mariposas que danzaban al viento.
Cada tarde, Sara pasaba horas explorando cada rincón, cuidando las plantas y escuchando las historias que su abuela le contaba sobre las semillas que guardaban secretos y los árboles que susurraban al oído de quienes sabían escuchar.
Pero un día, la abuela enfermó, y el jardín empezó a marchitarse. Las flores ya no florecían con la misma intensidad, y las mariposas dejaron de visitar aquel rincón encantado. Sara sentía que la tristeza se apoderaba de todo.
Una noche, mientras regaba las pocas plantas que aún resistían, vio una pequeña luz dorada entre las hojas secas. Al acercarse, descubrió una diminuta figura luminosa: era un hada del jardín.
—Sara, el jardín aún tiene esperanza —susurró el hada con voz dulce—. Pero necesita tu amor y paciencia para renacer.
Sara comprendió que el jardín dependía de ella. Desde aquel día, se dedicó con más empeño que nunca a cuidar cada planta con cariño. Con el tiempo, los colores regresaron, los árboles volvieron a llenarse de frutos y las mariposas regresaron a danzar.
Cuando su abuela se recuperó, encontró el jardín más hermoso que nunca y abrazó a Sara con lágrimas de alegría.
Desde entonces, el jardín de Sara se convirtió en un refugio para todos los que buscaban un poco de magia y esperanza, porque había aprendido que, con amor y dedicación, incluso lo que parece perdido puede florecer de nuevo.
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