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martes, 25 de febrero de 2025

Un Cálido Invierno

 


El amanecer llegó sin prisa, oculto tras una niebla densa que abrazaba las calles del pueblo. Todo estaba cubierto por una gruesa capa de escarcha, y el aire helado mordía la piel como agujas diminutas. Era una de esas mañanas en las que el invierno parecía reinar sin oposición, congelando el mundo en un silencio absoluto.

Tomás se despertó acurrucado bajo una montaña de mantas, pero incluso así, el frío se filtraba hasta sus huesos. No quería salir de la cama, pero tenía que hacerlo. El panadero del pueblo le había prometido un pan recién horneado si llegaba temprano, y en un día como ese, cualquier cosa caliente valía la pena el esfuerzo.

Se vistió con todas las capas que encontró: una camiseta gruesa, un suéter viejo de su abuelo y su abrigo más pesado. Luego envolvió su cuello con una bufanda tejida por su madre y se colocó el gorro de lana que apenas dejaba ver sus ojos. Cuando finalmente abrió la puerta, el aire gélido lo golpeó con una bofetada despiadada.

El suelo crujía con cada paso. La nieve, endurecida por la helada nocturna, formaba un manto cristalino que reflejaba la escasa luz de la mañana. En la plaza del pueblo, el viejo roble parecía una escultura de hielo, con sus ramas cubiertas de carámbanos que colgaban como dientes afilados.

Caminó con paso apresurado, frotándose las manos dentro de los bolsillos. No había casi nadie en la calle, salvo el señor Martín, el lechero, que avanzaba con su carreta humeante de leche recién ordeñada. Le saludó con un gesto de cabeza y siguió su camino.

Cuando pasó junto a los matorrales que rodeaban la iglesia, un movimiento llamó su atención. Se detuvo, entrecerrando los ojos, y escuchó un sonido débil, casi imperceptible.

Un quejido.

Se acercó con cautela, apartando la nieve endurecida con sus manos enguantadas. Allí, entre las ramas desnudas y cubiertas de hielo, un pequeño bulto tembloroso intentaba protegerse del frío.

Era un gatito.

Su pelaje oscuro estaba cubierto de nieve, y sus ojitos, grandes y asustados, lo miraban con una súplica silenciosa. Su diminuto cuerpo temblaba sin control, y cuando Tomás extendió la mano, el animal apenas tuvo fuerzas para maullar.

Sin pensarlo dos veces, Tomás se quitó la bufanda y lo envolvió con cuidado. Lo sostuvo contra su pecho, sintiendo el latido débil y acelerado de su corazón.

—Tranquilo, pequeño. Ya estás a salvo.

El pan podía esperar. El frío podía esperar.

Con el gatito bien sujeto en sus brazos, Tomás dio media vuelta y corrió de regreso a casa.

Sabía que el invierno era cruel, pero también sabía que, en medio de tanto frío, siempre podía encontrarse un poco de calidez.

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