Carlos caminaba por la acera con las manos en los bolsillos, pensando en sus problemas. Había gastado más de la cuenta ese mes y ahora apenas le quedaba dinero para terminar la semana. Miraba con envidia los escaparates llenos de cosas que no podía comprar.
Entonces lo vio.
Un billete de cien dólares, tirado en el suelo.
Se quedó quieto, mirándolo fijamente. No había nadie cerca. Lo recogió con disimulo y lo sostuvo entre los dedos, sintiendo el papel firme y casi nuevo. Su corazón latía con fuerza.
—Debe ser mi día de suerte —murmuró, guardándolo rápidamente en su bolsillo.
Pero mientras seguía caminando, algo en su interior no lo dejaba tranquilo. ¿Y si alguien lo estaba buscando? ¿Y si pertenecía a una persona que realmente lo necesitaba más que él?
Decidió esperar unos minutos en el mismo lugar, fingiendo revisar su teléfono. Pasaron varias personas, pero nadie parecía buscar nada.
Justo cuando estaba a punto de irse, un anciano con expresión preocupada se acercó, mirando al suelo y revisando sus bolsillos con ansiedad.
—¿Señor, perdió algo? —preguntó Carlos, sintiendo una punzada en el estómago.
El anciano lo miró con una mezcla de esperanza y desesperación.
—Sí… un billete de cien dólares. Era para comprar las medicinas de mi esposa.
Carlos sintió que el billete en su bolsillo quemaba como fuego. Podría haber mentido, podría haberse quedado con el dinero. Nadie lo había visto recogerlo.
Pero suspiró, lo sacó y se lo entregó.
Los ojos del anciano se iluminaron con alivio y gratitud.
—Dios lo bendiga, joven. No sabe cuánto necesitábamos esto.
Carlos sonrió con incomodidad, viendo cómo el hombre se alejaba. Luego, retomó su camino, sin dinero extra en el bolsillo pero con algo más valioso en el corazón: la certeza de haber hecho lo correcto.
Esa noche, al revisar su chaqueta, encontró un billete de veinte dólares que había olvidado que tenía. No eran cien, pero ahora le parecían más que suficientes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario