El pueblo dormía bajo un manto de nieve. El invierno había llegado con su aliento gélido, cubriendo techos y caminos con una capa blanca y silenciosa. Desde la colina, Martín observaba la pequeña aldea, con las luces titilando tras las ventanas y las chimeneas humeando en la noche.
Sin embargo, una de ellas captó su atención.
Era la vieja cabaña al final del sendero, la misma que había estado abandonada por más de veinte años. Todos en el pueblo sabían la historia: un anciano había vivido allí hasta el día de su muerte, y desde entonces, nadie había vuelto a entrar.
Pero ahora, el humo ascendía lento y constante desde su chimenea.
Martín frunció el ceño. Nadie debería estar allí.
Decidió bajar la colina y caminar hasta la cabaña. La nieve crujía bajo sus botas, y el aire helado mordía su piel. Al llegar, vio que la puerta seguía cerrada y las ventanas cubiertas de escarcha, como si nadie las hubiera tocado en años.
Sin embargo, el humo seguía saliendo.
Golpeó la puerta.
Silencio.
Empujó con cautela, y esta se abrió con un chirrido lastimero. Dentro, la cabaña estaba oscura, pero el calor del fuego lo envolvió de inmediato. Se acercó al hogar encendido y vio la leña consumiéndose lentamente.
Alguien había estado allí hace poco.
Entonces sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Sobre la mesa de madera, cubierta de polvo, había una taza de té humeante… como si alguien lo estuviera esperando.
Martín sintió un nudo en la garganta. Lentamente, giró la cabeza hacia la mecedora junto al fuego.
Estaba vacía. Pero, en el aire, un leve crujido lo hizo retroceder un paso.
El humo de la chimenea giraba en el techo, formando figuras difusas, como sombras que bailaban.
Y entonces, con un susurro apenas audible, una voz pareció flotar en la habitación.
—Bienvenido a casa.
La puerta se cerró de golpe.
Y en el pueblo, desde la colina, el humo de la chimenea siguió elevándose, como si la casa nunca hubiera estado vacía.
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