En un rincón apartado del mundo, más allá de los valles y las montañas, existía un pequeño pueblo llamado Silencio. Era un lugar apacible, rodeado de campos verdes y colinas suaves, donde el tiempo parecía haberse detenido. Los habitantes del pueblo vivían tranquilos, trabajando en sus tierras y cuidando a sus familias, sin preocuparse por lo que sucedía más allá de las fronteras de su hogar.
Pero una tarde, algo extraño ocurrió.
Una anciana de cabello blanco como la nieve y ojos oscuros como la noche, llegó al pueblo. Nadie sabía de dónde venía ni a qué había llegado, pero todos la vieron caminar por las calles de Silencio, como si conociera cada rincón de ese lugar. Su figura era delgada y curvada, con un manto gris que parecía fundirse con las sombras. Nadie habló con ella ni la invitó a quedarse, pero todos la observaron con curiosidad.
A esa hora del día, el sol aún brillaba alto en el cielo, proyectando largas sombras sobre las casas y los árboles. La anciana se detuvo en la plaza central y levantó una mano al aire, como si estuviera llamando a algo invisible. En ese instante, algo extraño sucedió: las sombras de todos los habitantes se desvanecieron, como si nunca hubieran existido.
Nadie entendió lo que estaba ocurriendo. Los niños corrieron hacia sus padres, buscando consuelo, pero al mirar hacia abajo, no había nada: ni una sombra que los acompañara. Los adultos se miraron entre sí, desconcertados. La anciana sonrió en silencio, y antes de que alguien pudiera preguntar, se alejó, desapareciendo entre las calles estrechas del pueblo.
En el silencio absoluto que siguió, el pueblo entero quedó atrapado en una extraña quietud. Sin sombras, todo parecía artificial, como si el mundo hubiera perdido algo esencial. Las personas intentaban caminar, trabajar, hablar, pero se sentían incompletas, vacías, como si algo les faltara, algo que no podían recuperar.
Pero hubo uno que no se rindió. Luca, un niño curioso de doce años, no podía soportar ver a su madre y a su padre caminar por el pueblo con una expresión de vacío, sin las sombras que siempre los habían acompañado. Era como si el sol ya no tuviera poder sobre ellos. Si las sombras se habían ido, entonces, pensó, debía haber una manera de traerlas de vuelta.
Esa noche, tras el último susurro de la gente del pueblo, cuando las estrellas brillaban en el cielo y la luna llenaba de plata los caminos, Luca decidió que iría a buscar la sombra. Si la anciana la había robado, él era el único que podía recuperarla.
Tomó una pequeña linterna, escondió una manta en su mochila y, sin decirle nada a nadie, se adentró en el bosque que rodeaba Silencio. Sabía que la anciana debía estar en algún lugar cercano, esperando que alguien tuviera el valor de ir tras lo que había perdido.
A medida que se internaba en el bosque, el aire se volvía más frío, y la oscuridad parecía crecer más densa, como si el mismo suelo estuviera cubierto por una capa de sombras invisibles. Caminó durante horas, sin dejar que el miedo lo detuviera. La luna iluminaba su camino, pero las sombras no se disipaban.
Finalmente, llegó a un claro. En el centro de este, encontró a la anciana. Estaba sentada sobre una roca, mirando al cielo sin parpadear. Al verla, Luca se acercó con determinación.
—¿Por qué nos has robado las sombras? —preguntó, su voz resonando con firmeza.
La anciana no se movió. Cuando finalmente habló, su voz era como el viento que sopla a través de las ramas secas.
—Las sombras son más que simples reflejos del sol. Son el alma de cada ser, el peso que arrastran, las huellas de sus decisiones. El pueblo de Silencio vivía demasiado tranquilo, demasiado ajeno a las sombras que acechaban en su interior. Las sombras no desaparecen sin más. Tú las quieres de vuelta, pero debes entender el precio que se paga por ello.
Luca frunció el ceño. No le importaba el precio. Quería las sombras de regreso.
—¿Cómo puedo recuperarlas? —preguntó con esperanza.
La anciana lo miró fijamente, y en sus ojos brilló algo extraño, como si ya supiera lo que iba a decir.
—Solo hay una forma de devolverlas. Debes ir al Lago de las Sombras, donde las almas perdidas esperan ser reclamadas. Allí encontrarás lo que buscas. Pero ten cuidado, niño, porque si tomas lo que no te pertenece, podrías perder algo mucho más valioso que una simple sombra.
Luca no dudó. Se despidió de la anciana con una reverencia, y siguió su camino, guiado por la luz de su linterna. Sabía que debía llegar al lago antes de que el amanecer llegara y todo fuera irreversible.
El viaje fue largo y agotador. El camino hacia el Lago de las Sombras estaba lleno de peligros y misterios. El aire se volvía cada vez más denso, y el sonido del agua, distante y frío, lo llamaba como un susurro.
Finalmente, llegó al lago. El agua estaba tranquila, como un espejo de cristal, y reflejaba el cielo nocturno en toda su extensión. En sus orillas, se alzaban figuras oscuras, sombras vagas que se movían lentamente, como si esperaran a alguien.
Luca se acercó al agua, y entonces vio algo que lo hizo detenerse: en el reflejo del agua, vio a su propia sombra, pero ya no era la misma. Esta sombra era alargada y distorsionada, como si alguien o algo hubiera estado tirando de ella, deformándola.
El niño comprendió al instante lo que debía hacer. Debía enfrentar lo que él mismo había perdido: no solo la sombra de su pueblo, sino la sombra de su propio corazón, la parte de sí mismo que había dejado de lado en su afán de recuperar lo perdido.
—¿Qué debo hacer? —preguntó en voz baja, mirando al agua.
Una figura emergió de las sombras del lago. Era la bruja, pero ya no era la anciana. Era una mujer joven, con ojos oscuros como la noche.
—Debes darme lo que me pertenece, Luca. —La voz de la bruja sonaba suave, casi seductora.
Luca comprendió que lo que la bruja quería no era solo las sombras, sino el miedo y la desesperación que las personas sentían al perderlas. Él, con su valentía, había puesto en juego no solo las sombras, sino la posibilidad de redimirlas.
—¿Qué debo hacer? —repitió, con una resolución clara.
La bruja le tendió la mano, y Luca comprendió que debía enfrentarse a la sombra que llevaba dentro. Tomó la mano de la bruja, y juntos, las sombras del pueblo comenzaron a regresar, lentamente, una por una.
El pueblo de Silencio despertó al amanecer, y cuando miraron hacia abajo, sus sombras ya no habían desaparecido. Habían vuelto, más fuertes que antes, porque habían sido reclamadas con valentía y sacrificio.
Y Luca, aunque siempre llevaría consigo una ligera marca de lo que había perdido, supo que había hecho lo correcto. Había enfrentado sus propios miedos y había traído de vuelta lo que todos creían perdido.
El pueblo, por fin, había recuperado sus sombras.
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