En un pequeño pueblo a las orillas de un río tranquilo, vivía un hombre conocido por todos como Momón. Su nombre real era Ramón, pero la gente prefería llamarlo Momon, un apodo que había ganado por su carácter afable y su amor por la vida sencilla. Era un hombre solitario, de cabellera y rostro suave, pero con una presencia cálida que hacía que cualquiera se sintiera cómodo a su lado.
Momón tenía familia, pero en su hogar siempre estaba rodeado de algo mucho más importante para él: sus cinco perros. Cada uno tenía su propia personalidad, pero juntos formaban una manada tan unida como una familia. Canelo, un labrador de pelaje dorado; Luna, una perra blanca con ojos azules como el cielo; Bicho, un pequeño chihuahua que siempre andaba metiéndose en problemas; Tigre, un mestizo de mirada feroz y lealtad inquebrantable; y la pequeña Chispa, una terrier llena de energía. Para Momón, sus perros eran más que mascotas; eran sus amigos, sus compañeros de vida.
A pesar de su amor por los perros, Momón era un hombre de muchas palabras y cuentos. Su verdadero amor estaba en las cosas que podía crear con sus manos y su mente. La gente del pueblo lo conocía como un amante de la escritura y los perros. Su casa, aunque modesta, estaba llena de libros apilados por todas partes y de partituras de música que él mismo había escrito. Era común ver a Momón sentado frente a su vieja máquina de escribir o tocando su guitarra, creando melodías que hablaban de sus pensamientos más profundos.
Momón tenía un amigo muy cercano, Roberto, un hombre de espíritu libre y corazón generoso. Roberto era uno de los pocos que realmente comprendía a Momón, ya que compartían una pasión por la escritura, la música y, por supuesto, el amor por los perros. De vez en cuando, Roberto visitaba a Momon en su casa, y juntos pasaban horas conversando sobre sus proyectos literarios o componiendo canciones que jamás verían la luz fuera de esas cuatro paredes. Los perros siempre estaban allí, correteando alrededor de ellos, jugando y ladrando, como si también quisieran ser parte de las charlas creativas.
Una tarde, mientras Momón tocaba una melodía suave en su guitarra, Roberto se le acercó con una pregunta en mente.
—Momón, ¿por qué no compartes tus escritos con el mundo? —preguntó Roberto, curioso, mientras acariciaba la cabeza de Tigre.
Momón levantó la vista de su guitarra y sonrió suavemente.
—No es necesario que los demás los lean, Roberto. Lo importante es que yo pueda escribir lo que siento, que pueda plasmar mis pensamientos en papel. La música, la escritura… son mis formas de hablar, aunque no siempre se escuchan. —Miró a sus perros, que descansaban cerca, y añadió—: Ellos me entienden mejor que nadie. No necesito más.
Roberto lo miró pensativo, pero no insistió. Sabía que la manera de ver el mundo de Momón era única. A pesar de su aparente soledad, Momón nunca se sentía solo. Sus perros, su música y sus palabras le daban todo lo que necesitaba para ser feliz.
Una noche, después de una larga conversación sobre la vida y los sueños incumplidos, Roberto se despidió de Momón, prometiendo volver pronto. Momon lo acompañó hasta la puerta, pero antes de que Roberto se fuera, le dijo algo que quedaría grabado en su corazón para siempre:
—Cuando escriba la canción más hermosa que jamás haya existido, la dedicaré a ellos, a mis perros. Porque ellos son los que siempre me han dado inspiración. Ellos son mi mejor historia, mi mejor música.
Con una sonrisa, Roberto partió, dejando a Momón y a sus cinco fieles perros en su hogar. A partir de esa noche, algo cambió en el aire. Momón comenzó a escribir más, a componer más. La música fluía más libremente que nunca, y las palabras parecían encajar perfectamente en su máquina de escribir. Era como si cada ladrido de sus perros, cada paseo por el campo con ellos, le diera una nueva idea, una nueva melodía. Su corazón estaba lleno de gratitud y amor por ellos, y eso se reflejaba en cada nota y en cada página.
Un día, muchos años después, cuando Momón ya era una figura legendaria en el pueblo, alguien encontró uno de sus cuadernos olvidados. En las páginas amarillentas, llenas de canciones y relatos, había una inscripción que decía:
"Los perros son la música que nunca se puede tocar, las palabras que nunca se pueden escribir, pero que siempre se sienten en el alma."
Y aunque nadie fuera de su círculo íntimo conocía la profundidad de su amor por los perros, los recuerdos de sus cinco leales compañeros, junto con sus escritos y su música, vivirían por siempre. En cada rincón de su hogar, en cada acorde de guitarra que tocaba, en cada palabra que escribía, Momón seguía siendo el amante de los perros, el hombre que encontró su verdadera inspiración en la lealtad y el amor incondicional de sus amigos de cuatro patas.
Y así, su legado perduró, no solo en las canciones y los relatos, sino en los corazones de aquellos que conocieron a Momón, el hombre que vivió rodeado de perros, música y palabras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario