En el humilde barrio de Filipinas, en San Pedro de Macorís, se decía que, en una casita escondida entre árboles viejos y maleza, vivía una anciana conocida como "la bruja de Filipinas". Su nombre real era desconocido por todos, y los niños la apodaban "Doña Cleta". Los adultos apenas hablaban de ella, y solo unos pocos afirmaban haberla visto alguna vez en el mercado, caminando encorvada y envuelta en un abrigo negro, a pesar del calor constante de la ciudad.
Pero para Miguel, un joven valiente y curioso, las historias sobre la bruja de Filipinas eran solo cuentos. Decidido a descubrir la verdad, una noche de luna llena se armó de valor y caminó hasta la casita. Con cada paso que daba, el sonido de su respiración parecía hacerse más fuerte, y cuando llegó frente a la pequeña ventana, apenas pudo asomarse sin que el miedo lo invadiera. Desde allí, vio a Doña Cleta de espaldas, inclinada sobre un caldero que hervía con un líquido brillante y espeso, de color verde esmeralda.
De repente, la anciana habló en un tono bajo y monótono: "Sé que estás ahí, muchacho. No es prudente espiar a una bruja en su trabajo."
Miguel sintió que su corazón se detenía, pero en lugar de correr, tomó aire y decidió enfrentarse a ella. Con voz temblorosa, preguntó: "¿Es verdad que puedes cumplir deseos? ¿Eso es lo que haces en tu caldero?"
Doña Cleta se giró lentamente, y sus ojos oscuros parecían leer el alma de Miguel. Con una sonrisa enigmática, respondió: "Mi caldero tiene el poder de conceder deseos, pero cada uno tiene un precio. No existe nada en este mundo que no requiera un sacrificio."
Miguel, intrigado, miró fijamente el caldero y sintió un impulso de pedir algo. Su familia vivía en la pobreza, y su madre, enferma desde hacía años, sufría por no poder costear los tratamientos necesarios. Miró a Doña Cleta y dijo: "Quiero que mi madre recupere su salud."
La anciana asintió, pero sus ojos brillaron con una advertencia: "Si eso es lo que deseas, algo muy preciado deberás perder. ¿Estás dispuesto a hacer el sacrificio?"
Sin dudar, Miguel aceptó. La bruja comenzó a agitar el líquido en el caldero mientras murmuraba en un idioma antiguo. Pronto, el vapor de color verde rodeó la habitación, y Miguel sintió que el aire se volvía pesado y denso. Un fuerte aroma a hierbas llenó el lugar, y el caldero pareció arder con más intensidad.
Cuando el ritual terminó, Doña Cleta le entregó a Miguel una botellita con un líquido espeso y oscuro. “Llévaselo a tu madre. Esta poción curará su enfermedad, pero recuerda: el precio será alto.”
Miguel salió de la casa sin entender del todo sus palabras. Esa misma noche, dio a su madre la poción, y al día siguiente, ella amaneció mejor que nunca, con energías que no recordaba haber tenido en años.
Sin embargo, los días que siguieron trajeron una extraña tristeza a Miguel. Su risa se volvió cada vez más rara, y cada vez que intentaba disfrutar algo que antes le hacía feliz, una sombra lo invadía, como si algo profundo y oscuro le robara su alegría.
Desde entonces, Miguel solo observa la casa de Doña Cleta desde lejos. Ahora entendía que la magia siempre cobra su deuda y que el poder del caldero de la anciana era tan peligroso como las historias decían. Y en las noches de luna llena, cuando los murmullos resuenan en el barrio de Filipinas, Miguel recuerda la advertencia de la anciana, sabiendo que no hay mayor poder que aquel que exige el alma como precio
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