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miércoles, 12 de febrero de 2025

La Ultima Copa


Carlos había sido un hombre de familia, trabajador y, al principio, lleno de sueños. Nació en un pequeño pueblo donde las calles se vestían de tierra y las montañas parecían siempre estar al alcance de la mano. Su padre, un hombre robusto que había luchado en la guerra, le enseñó desde joven a ser fuerte y a no rendirse. Su madre, dulce y firme, le enseñó a amar la vida. Pero la vida, como ocurre muchas veces, no le mostró compasión a Carlos.

Al principio, la bebida era solo una forma de relajarse, una costumbre que compartía con sus amigos después de largas jornadas de trabajo. Un par de cervezas por la tarde, una copa de vino por la noche. La gente del pueblo decía que "Carlos sabía cómo disfrutar la vida". Sin embargo, esos pequeños momentos de indulgencia se fueron transformando lentamente en una necesidad, una costumbre que lo abrazaba más fuerte cada día. Lo que antes era un deleite, pronto se convirtió en un refugio.

Al principio, nadie notó el cambio. Su esposa, Marta, se preocupaba, pero siempre encontraba una excusa para justificar los aumentos en su consumo. “Es el trabajo, está estresado", pensaba. Pero un día, Carlos empezó a llegar tarde al hogar, a olvidar las fechas importantes, a desaparecer por horas. Las risas de sus amigos se convirtieron en risas vacías, y sus ojos comenzaron a perder ese brillo que una vez los hizo únicos.

El alcohol fue ocupando cada rincón de su vida. Los días de descanso se convertían en jornadas interminables de borracheras que terminaban en la madrugada. Carlos ya no podía levantarse sin tener la sensación de que su estómago estaba vacío si no lo llenaba con licor. Su trabajo comenzó a ser menos importante. Sus hijos, antes su orgullo, pasaron a ser figuras lejanas, rostros distantes que ya no lograban tocar su alma. Marta le rogaba, le suplicaba que dejara de beber, pero Carlos ya no escuchaba. La bebida era su amante, su amiga, su consuelo.

Con el paso de los años, su cuerpo empezó a reflejar la tortura que había decidido imponerse. Su piel, una vez tensa y saludable, se arrugó prematuramente. Los ojos que antes destellaban esperanza, ahora estaban hundidos, opacos, y sus manos, temblorosas, apenas podían sostener la botella. Ya no importaba el rostro de Marta, que lloraba calladamente por las noches, ni las preocupaciones de sus hijos, que lo veían con tristeza y miedo. Nada importaba. Solo el trago.

Una tarde de invierno, Carlos, ya mucho más delgado y débil, se despertó en el mismo banco del parque donde tantas veces se había sentado a beber solo, esperando que el frío le quitara un poco del dolor que sentía por dentro. Esta vez, el frío parecía más intenso, más cruel. Su respiración se entrecortaba, sus piernas no lograban sostenerlo, pero aún así, logró arrastrarse hasta la tienda del barrio para comprar una botella. Con manos temblorosas, la destapó y dio el primer trago. El alivio, aunque efímero, era lo único que conocía.

A los pocos minutos, se desplomó allí mismo, en la acera sucia y solitaria. Un par de transeúntes pasaron por su lado, algunos lo miraron, otros no. Nadie se detuvo.

Cuando Marta llegó al hospital, ya era demasiado tarde. El daño al corazón, los pulmones y el hígado había sido irreversible. Carlos, el hombre que un día soñó con grandes cosas, había sucumbido a la sombra de una botella. Su vida, marcada por la elección de cada trago, terminó en la más amarga de las soledad.

Y mientras la gente del pueblo susurraba su historia, pocos sabían la verdad: Carlos no murió por enfermedad. Murió porque el alcohol le robó lo que un día fue. Su vida, como la bebida que tanto amaba, se escurrió en la última copa.

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