Desde la primera vez que la vio, Don Ramón supo que Clara sería el amor de su vida. Era una tarde de abril, la brisa acariciaba las ramas de los árboles y la plaza del pueblo estaba llena de gente disfrutando del atardecer. Pero Ramón solo tenía ojos para la joven de vestido azul que caminaba con gracia entre la multitud.
No se atrevió a hablarle de inmediato, pero el destino se encargó de unirlos. Días después, en la misma plaza, él la encontró sola, observando unos pájaros que picoteaban migajas en el suelo. Juntó el valor y le dijo:
—Esos pájaros saben dónde encontrar lo bueno, igual que yo.
Clara sonrió con timidez, sin entender del todo el comentario, pero la chispa ya estaba encendida.
Su amor creció con los años, sólido como un roble. Se casaron en la iglesia del pueblo y construyeron una vida juntos. No fueron ricos, pero nunca les faltó lo esencial: amor, respeto y un hogar lleno de risas. Tuvieron tres hijos, que fueron su mayor orgullo, y con el tiempo, la familia se extendió con la llegada de los nietos.
Ramón y Clara envejecieron juntos, tomados de la mano como cuando eran jóvenes. Sin embargo, la vida es caprichosa y no siempre permite que las historias de amor terminen como en los cuentos.
Clara comenzó a olvidar cosas pequeñas: dónde había dejado las llaves, el nombre de una vecina, la fecha de su aniversario. Al principio, Ramón pensó que era algo normal de la edad, pero cuando ella empezó a perderse dentro de su propia casa y a preguntar por personas que llevaban años fallecidas, supo que algo andaba mal.
El diagnóstico fue devastador: Alzheimer.
Al principio, Clara tenía momentos de lucidez y seguía reconociéndolo, aunque a veces confundía el presente con el pasado. Pero, poco a poco, la enfermedad fue arrebatándole sus recuerdos más preciados. Ramón la veía luchar contra su propia mente, buscando en su memoria un hilo al que aferrarse, y cada vez que sus ojos se llenaban de angustia, él la abrazaba y le susurraba:
—No importa si olvidas quién soy, mi amor. Yo siempre recordaré por los dos.
Los días pasaron, y con ellos, Clara se fue desdibujando. A veces, despertaba en la noche y miraba a Ramón con extrañeza, preguntándole quién era ese hombre en su cama. Otras veces, se perdía en la casa y él debía guiarla de vuelta al comedor. Pero, a pesar del dolor, Ramón nunca dejó de cuidarla, de hablarle, de recordarle lo hermosa que era su historia.
Cada mañana, sacaba una de las cartas que le escribió cuando eran novios y se la leía. En ellas, Ramón describía su amor con palabras sinceras, hablaba de sus sueños juntos y de cómo él nunca imaginó un mundo sin ella.
Clara lo escuchaba en silencio, a veces sin comprender, otras con una sonrisa fugaz. Y aunque su mente la traicionaba, en el fondo, su corazón parecía reconocer aquellas palabras.
Los años continuaron su curso y Clara se fue apagando. Ramón sabía que el final estaba cerca, pero no estaba preparado para despedirse. Una noche, mientras ella dormía, él le tomó la mano y le susurró:
—Gracias por darme la mejor vida que un hombre podría pedir.
A la mañana siguiente, Clara no despertó.
El vacío que dejó fue insondable. Ramón sintió que una parte de su alma se había ido con ella. Durante los primeros días, la casa se sintió demasiado grande y el silencio demasiado pesado. Pero no permitió que la tristeza lo venciera.
Cada tarde, se sentaba en su mecedora en el jardín con las cartas en la mano y las leía en voz alta, como si Clara aún estuviera a su lado. “Te amo, Clara”, repetía, dejando que el viento llevara sus palabras hasta donde ella estuviera.
Y aunque el tiempo siguió avanzando, el amor de Ramón nunca se desvaneció. Porque hay amores que ni el olvido, ni la muerte, pueden borrar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario