En un pequeño pueblo llamado Esperanza, rodeado de colinas verdes y un cielo siempre despejado, nació Santiago, un niño que era una bendición para sus padres, Julia y Roberto. Aunque era un bebé saludable en todos los sentidos, algo extraño sucedió a medida que crecía: Santiago no podía usar sus piernas. A los seis meses, cuando otros bebés comenzaban a gatear, sus piernas permanecían inmóviles.
Julia y Roberto llevaron a Santiago a varios médicos en pueblos cercanos y a la capital, pero ninguno ofrecía una respuesta definitiva. Las palabras de los médicos eran siempre las mismas:
—Es una condición irreversible. Santiago no podrá caminar nunca.
A pesar de este diagnóstico, la fe de Julia permaneció inquebrantable. Era una mujer devota, convencida de que Dios tenía un propósito para su hijo, aunque no entendiera cuál era. Roberto, por otro lado, era más escéptico.
—¿Cómo puedes decir que es la voluntad de Dios, Julia? —le preguntaba con frecuencia, frustrado por las dificultades de criar a un niño con discapacidad en un entorno rural.
—Porque sé que Dios nunca nos abandona —respondía ella, con los ojos llenos de determinación.
Los años pasaron, y aunque no podía correr ni saltar como otros niños, Santiago desarrolló un espíritu alegre y un corazón lleno de bondad. Sus días estaban llenos de lecturas, juegos de mesa, y tardes bajo el árbol de mango en el patio, donde soñaba despierto mirando el cielo.
—Mamá, si alguna vez camino, quiero correr tan rápido como el viento —decía con frecuencia, su voz llena de esperanza.
A medida que se acercaba el cumpleaños número 15 de Santiago, el pueblo comenzó a prepararse. En la pequeña iglesia local, el padre Esteban, un hombre de gran bondad y fe, decidió organizar una misa especial para celebrar la vida de Santiago.
—Su espíritu es un ejemplo para todos nosotros —dijo el padre Esteban a la congregación durante el anuncio de la celebración—. Celebraremos su fortaleza y también pediremos un milagro, porque sabemos que para Dios nada es imposible.
Santiago estaba emocionado, aunque en el fondo guardaba un anhelo que nunca había compartido completamente: caminar, al menos una vez en su vida. La víspera de su cumpleaños, cuando todos en la casa dormían, Santiago decidió hacer algo que nunca había hecho. Con esfuerzo, se arrastró hasta el pequeño altar que su madre había construido en la sala, con una vela y una figura de Jesús.
—Señor —susurró Santiago, con lágrimas cayendo por sus mejillas—, siempre he creído en ti, incluso cuando mi padre dice que no hay esperanza. Si puedes oírme, no lo hago por mí, sino por mi madre, que ha orado por mí toda su vida. Sólo quiero caminar, aunque sea por un día.
Esa noche, Santiago durmió profundamente, y en su sueño, vio una luz brillante y una figura serena que lo miraba con ternura. La figura le dijo:
—Tu fe te ha llevado hasta aquí. Mañana, al amanecer, levantarás tu carga y caminarás hacia tu propósito.
La misa estaba llena. Todos los vecinos se habían reunido para celebrar los 15 años de Santiago. Durante la ceremonia, el padre Esteban pronunció una oración profunda, pidiendo a Dios por el bienestar y la salud de Santiago.
Cuando llegó el momento final, el padre invitó a todos a orar en silencio. Fue en ese instante que Santiago sintió algo extraño en su cuerpo: un calor intenso recorrió sus piernas inmóviles. Al principio, pensó que estaba soñando, pero cuando abrió los ojos, vio a su madre y a todo el pueblo aún en oración.
Se armó de valor y colocó sus manos en los brazos de la silla de ruedas. Empujó hacia arriba con más fuerza de la que jamás pensó tener. Para asombro de todos, Santiago se levantó.
Un murmullo de sorpresa llenó la iglesia. Julia fue la primera en gritar, llevándose las manos al rostro.
—¡Santiago está de pie! ¡Está caminando! —dijo, corriendo hacia él con lágrimas en los ojos.
Con pasos lentos, pero seguros, Santiago caminó por el pasillo central de la iglesia, mientras las personas se levantaban de sus bancos para vitorear y dar gracias a Dios.
El padre Esteban, emocionado, dijo:
—Hoy hemos sido testigos de un milagro. Santiago, tu fe ha movido montañas.
Desde aquel día, la vida de Santiago cambió por completo. Aunque sus pasos no eran perfectos, caminaba con la misma alegría con la que había vivido antes. La noticia de su milagro se esparció por todo el pueblo y más allá, inspirando a muchos a renovar su fe y esperanza.
Roberto, que siempre había sido escéptico, encontró en el milagro de su hijo una razón para creer nuevamente.
—Santiago, tu fe nos ha dado una lección a todos nosotros. Nunca más dudaré del poder de Dios.
Con el tiempo, Santiago se dedicó a ayudar a otros niños con discapacidades, recordándoles que, aunque sus cuerpos puedan parecer limitados, su espíritu y su fe tienen el poder de cambiar sus vidas.
Y cada vez que alguien le preguntaba qué lo había llevado a caminar aquel día, respondía con una sonrisa:
—Fue la oración, pero sobre todo, la certeza de que Dios nunca nos deja solos, incluso cuando parece que lo estamos.
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