El pequeño Miguel, un niño de gran corazón y aún mayor curiosidad, escuchaba estas historias una y otra vez, especialmente sobre aquellos que alguna vez intentaron cruzar el bosque y nunca regresaron. Uno de ellos era su propio hermano mayor, Tomás, quien se había adentrado en el bosque años atrás y nunca volvió. A Miguel le dolía recordar a su hermano, y deseaba con todas sus fuerzas liberarlo de esa maldición. Así, un día, decidió que iba a encontrar a la bruja que decían habitaba en lo más profundo del bosque y pedirle que rompiera el hechizo.
Antes de partir, Miguel se preparó con una manta, una linterna y algunos dulces que había guardado en secreto. Esperó a que todos en casa se durmieran, y bajo la luz de la luna, se escabulló hasta llegar al borde del Bosque Dormido.
El aire era denso y extraño, y al cruzar los primeros árboles, un leve sopor comenzó a nublar sus pensamientos. Sin embargo, Miguel continuó adelante, decidido a encontrar a la bruja. A cada paso, el bosque parecía susurrarle palabras incomprensibles, como si intentara advertirle o detenerlo. Al rato, empezó a ver figuras tendidas en el suelo cubiertas por musgo y hojas, como si el bosque mismo las hubiera arropado. Eran personas que alguna vez habían querido desafiar la maldición, pero ahora dormían profundamente, inmóviles y ajenos al paso del tiempo.
Miguel siguió avanzando hasta que, al final de un estrecho sendero, llegó a un claro donde crecía un árbol gigantesco y antiguo, con ramas retorcidas que parecían manos alzadas hacia el cielo. Bajo ese árbol, de pie y en silencio, se encontraba una mujer de cabellos largos y oscuros, vestida con ropajes que se fundían con el bosque. Era la bruja del Bosque Dormido.
Miguel tragó saliva, pero no retrocedió. La bruja lo miró con ojos profundos y oscuros, y en su rostro había una mezcla de sorpresa y tristeza.
—¿Por qué has venido aquí, niño? —preguntó la bruja con una voz suave que parecía susurrar como el viento entre las ramas.
—He venido para pedirte que rompas la maldición del bosque —dijo Miguel, intentando que su voz no temblara—. Quiero que despiertes a los que han caído en este sueño, especialmente a mi hermano.
La bruja lo observó en silencio, como si evaluara sus palabras.
—La maldición que protege este bosque no es simple de romper —dijo ella con un suspiro—. Fue creada para proteger la magia antigua que yace en este lugar, y todos los que se aventuran aquí caen bajo su influjo. Lo que buscas es un sacrificio; para despertar a los dormidos, alguien más debe quedarse en su lugar.
Miguel miró al suelo, pensando en su hermano y en los demás, atrapados en ese sueño sin fin. Sabía que el sacrificio era grande, pero también sabía que estaba dispuesto a hacerlo. Con la voz firme, respondió:
—Estoy dispuesto a quedarme aquí si eso significa que ellos podrán regresar.
La bruja asintió, con una expresión de respeto y tristeza.
—Muy bien, niño valiente. Has mostrado el valor necesario para liberar sus almas. —La bruja alzó una mano y murmuró palabras antiguas que se entrelazaron con el viento, creando un eco que parecía resonar en todo el bosque.
De pronto, Miguel sintió una extraña paz caer sobre él, y sus párpados se volvieron pesados. Las figuras dormidas a su alrededor comenzaron a abrir lentamente los ojos, confundidas pero libres del hechizo. En sus rostros había sorpresa y alegría, y entre ellos vio a su hermano Tomás, quien al despertar, miró a Miguel con incredulidad y agradecimiento.
Pero Miguel, en ese momento, sintió cómo el sueño se apoderaba de él, y sin más, cayó suavemente al suelo, entrando en el sueño eterno que antes había atrapado a los demás. Sin embargo, la bruja se inclinó sobre él y murmuró otro hechizo, una promesa oculta en su voz.
A la mañana siguiente, el bosque parecía haber cambiado. El aire estaba más fresco, y los aldeanos que habían estado atrapados en el sueño eterno regresaron a la aldea, trayendo consigo la historia del pequeño héroe que los había salvado. Todos lloraron y celebraron su regreso, pero sabían que el sacrificio de Miguel no sería olvidado.
Lo que nadie sabía era que, en lo más profundo del bosque, bajo el árbol antiguo, la bruja había guardado una última esperanza para Miguel. Al sacrificar su vida por amor y valentía, la bruja le otorgó un don raro y preciado: en cada solsticio de invierno, el bosque lo despertaría durante una noche, permitiéndole vagar libremente y ver a sus seres queridos. Su sacrificio se convirtió en un acto de amor tan puro que el bosque mismo lo reconoció, protegiendo su espíritu y permitiéndole regresar, aunque fuera solo una vez al año.
Así, en cada solsticio de invierno, los aldeanos veían una pequeña figura que vagaba entre los árboles, libre y sonriente, un recordatorio eterno del niño valiente que rompió la maldición del Bosque Dormido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario