En una ciudad donde los inviernos eran largos y el sol apenas asomaba entre densas nubes, vivía una bruja solitaria llamada Morgana. Nadie sabía exactamente dónde se ocultaba, pero su presencia se sentía en todas partes. Se decía que Morgana controlaba una parvada de cuervos negros como la noche, aves que la obedecían y espiaban a la gente, llevándole secretos y susurros de cada rincón de la ciudad.
Los cuervos de Morgana eran inconfundibles, con ojos que brillaban de forma extraña, como si llevaran el reflejo de una llama antigua en sus pupilas. Aparecían en los tejados, posados en las ramas de los árboles, sobre las farolas al caer el crepúsculo, o incluso en las ventanas de las casas cuando la noche caía, observando en silencio.
Los ciudadanos aprendieron a temerles, pues cada vez que un cuervo se detenía demasiado en una ventana, ocurría algún evento extraño. Las parejas que guardaban secretos de infidelidad veían sus mentiras expuestas. Aquellos que robaban encontraban su riqueza perdida sin explicación. Y aquellos que despreciaban a los demás pronto veían sus propios defectos revelados como si hubieran sido escritos en sus puertas.
Un joven llamado Tomás, que tenía una curiosidad insaciable, comenzó a observar a los cuervos. Veía cómo volaban en dirección al bosque, siempre hacia el mismo rincón oscuro donde nadie se atrevía a ir. Quería descubrir si Morgana realmente estaba detrás de aquellos cuervos y de los secretos que tanto temían los habitantes de la ciudad. Una noche, decidió seguirlos.
Los cuervos parecían guiarlo. Con cada paso que daba en el bosque, otro cuervo surgía en las ramas, observándolo, conduciéndolo más profundo. Finalmente, Tomás llegó a un claro oculto bajo la sombra de los árboles. Allí, en medio de la penumbra, encontró una pequeña cabaña, de la que emanaba una luz tenue que danzaba entre las grietas de las paredes.
Antes de que pudiera acercarse, oyó una voz grave y suave que parecía fundirse con el viento.
—¿Qué buscas, muchacho? —preguntó la voz—. ¿Acaso deseas ver lo que no deberías?
Tomás, aunque asustado, contestó con valentía.
—Quiero saber si eres tú quien controla a los cuervos —dijo—. La gente en la ciudad tiene miedo de ti… y yo quiero saber por qué.
La puerta de la cabaña se abrió con un crujido, y allí estaba Morgana, una mujer de cabellos oscuros y ojos profundos que parecían contener un universo de sombras. Alrededor de ella, los cuervos la rodeaban como una guardia de plumas negras, y sus ojos, al igual que los de sus aves, brillaban con un destello siniestro.
—Controlarlos, dices —respondió Morgana, con una leve sonrisa—. Los cuervos son mis ojos y mis oídos. A través de ellos, veo lo que nadie confiesa y oigo lo que se oculta en cada rincón de la ciudad. Pero no es el poder lo que la gente teme; es el reflejo de sus propios secretos.
Tomás sintió un escalofrío. La bruja no parecía malvada, pero había algo en ella que inspiraba respeto y temor.
—¿Por qué espiarlos? —preguntó, con la esperanza de encontrar una explicación.
Morgana se acercó, sus ojos clavados en él.
—Los secretos son como sombras —le dijo—. Crecen y se extienden, envenenando a quienes los ocultan. Con los cuervos, traigo los secretos a la luz, no para causar dolor, sino para liberar a quienes se esconden tras ellos. No todos me comprenden, y eso está bien. No temo a la soledad. Pero dime, Tomás… ¿qué secreto traes tú?
El joven sintió un nudo en el estómago. Por un instante pensó que podía mentir, pero sabía que sería inútil frente a ella.
—Yo… también tengo miedo —murmuró—. No quiero vivir en una ciudad llena de desconfianza y odio. Quiero… cambiarlo.
Morgana lo observó en silencio. Entonces, levantó una mano, y uno de los cuervos voló hacia Tomás, posándose en su hombro.
—Entonces quizás, por esta noche, ellos puedan mostrarte su perspectiva —dijo Morgana—. Acepta el poder de ver y oír, y quizás entiendas por qué hago lo que hago.
Tomás sintió cómo el cuervo sobre su hombro le transmitía una visión. Vio escenas de los hogares de la ciudad: familias que callaban cosas por miedo, amigos que se traicionaban en sus corazones, vecinos que hablaban mal unos de otros sin razones válidas. Y también vio gestos de bondad que nadie notaba, actos de perdón que se mantenían en secreto, y sacrificios que nunca se revelaban. Comprendió que las sombras no eran ni buenas ni malas, sino una parte inevitable de la vida.
Cuando regresó a la ciudad, los cuervos le habían enseñado tanto que se sintió más sabio y sereno. Sabía que las sombras siempre estarían allí, pero que los secretos, revelados o no, no podían definirlo. La siguiente vez que uno de los cuervos se posó en su ventana, Tomás lo saludó con respeto, y en silencio, agradeció el extraño poder que Morgana había compartido con él.
Desde entonces, la ciudad siguió siendo vigilada por los cuervos de la bruja, pero ahora Tomás comprendía: no eran enemigos ni espías sin más, sino los testigos de una verdad necesaria, los ojos de una bruja solitaria que protegía la oscuridad para que, en su reflejo, las personas pudieran elegir ser mejores.
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